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El mejor año catastrófico de nuestras vidas

Obviedad: el consenso dice que 2020 será un año que recordaremos siempre, uno particularmente espantoso. Y sin embargo, en la clásica restrospectiva personal de diciembre, yo estoy teniendo enormes problemas para ponerle nota.

Porque, sí, como para todos, mi 2020 ha estado dominado por ese diplodocus que cayó sobre nosotros y aplastó la mayoría de nuestros planes vitales y certezas. Pero mi convivencia con el monstruo ha pasado por tantas fases diferentes y tantos estados mentales, que a ratos parece que hubiese transcurrido una década y no doce meses. Y entre todas estas experiencias ha habido una generosa dosis de lo horrible, pero también ha habido espacio para cosas buenas, muy buenas.

Enero empezó conmigo de algo así como año sabático y adaptándome a la vida en un nuevo piso, un nuevo barrio y con una nueva compañera, conviviendo por primera vez con alguien que no era mi novia. Parecía que esas dos iban a ser las tramas principales durante un tiempo. Pero entre febrero y marzo empecé a currar, me reencontré con una de las personas más importantes de mi vida y, de repente, aunque no sin avisar, la pandemia nos noqueó de un puñetazo.

Recuerdo el confinamiento como un episodio casi onírico. Mi vida se tornó en una serie apacible de rutinas mientras fuera todo parecía una película de ciencia ficción apocalíptica.

Por la mañana tenía mi trabajo, que seguía como suspendido en una burbuja ajena a la pandemia. Por la tarde hacía ejercicio. Más tarde jugaba al rol con mis amigos de la universidad, o veía cine, cocinaba o, más a menudo, devoraba las maravillas que mi compañera de piso y esa otra persona tan importante en mi vida que mencioné antes, y que por motivos muy largos de explicar se quedó confinada con nosotros, cocinaban. Y vermú, y cerveza. Mucho.

Me acostumbré a salir de casa una vez cada cuatro o cinco días en una suerte de expedición de caza. Esos momentos de caminar rápido y en silencio cargado de bolsas por calles vacías, eran los que me devolvían a la realidad excepcional y demente, porque en casa se había construido una normalidad, en realidad también excepcional, pero predecible y hasta cierto punto placentera.

Para mí el golpe, el momento en que quizá tomé conciencia de la dimensión de la movida, vino a finales de la primavera, cuando se nos animó a recuperar nuestras vidas pero todo era precario, extraño y observado por una serie de restricciones cambiantes. Mis primeros escarceos con la vida social fuera del nido no resultaron demasiado gratificantes, y me llevó meses volver a sentirme mínimamente cómodo en la nueva realidad. Me pasé buena parte del año fantaseando con la idea de irme de Madrid. No encontraba nada de lo que antes me había gustado tanto de la ciudad y sí todos sus inconvenientes.

Lo raro de ese periodo es que, pese a que mis intentos de adaptarme a la nueva normalidad estaban resultando frustrantes, mi vida sentimental iba mejor que nunca. Pocas veces en mi vida me he sentido tan querido, una vez pasado el momento alienígena de reencontrarme tras un par de meses con personas que vivían a un paseo de mi casa.

Desde entonces, mi estado anímico ha ido dando continuos bandazos y pasado por altos razonablemente altos y bajos muy bajos. Me he sentido muy cerca de algunas personas para luego distanciarme de manera abrupta, y he echado mucho de menos, pero mucho. También he alcanzado momentos de sentirme casi en la completa normalidad, ratos muy felices, periodos de extrema creatividad, y no recuerdo haber estado tan sano y durante tanto tiempo desde que tengo uso de razón.

Así que definir 2020 con una o dos frases me resulta imposible, ya que se me ha hecho corto y también eterno, intenso y aburrido, revelador y a la vez un paréntesis, social y solitario, lleno de amor y de desapego, de aprendizaje y estancamiento. En ocasiones estos pares se han dado en el mismo día.

Si algo útil he sacado de este año ha sido precisamente el aceptar e identificar estos ciclos y diferentes estados anímicos, ser más indulgente con ellos. He aprendido a no cabrearme conmigo mismo si un día no me sale algo porque tengo la cabeza en otra cosa, a admitir sin sentirme culpable que me pueda apetecer ver cinco horas seguidas de comedia sobrenatural adolescente, a que quizá hoy no tenga ganas de trabajar en ese proyecto personal pero que quizá en dos semanas no haga otra cosa. Y que todo ello está bien.