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Niño raro

Cuando empecé a escribir este artículo era un mero testimonio personal, como si esto fuese Livejournal en 2003, pero lo que me ha llevado a cambiarlo --y terminarlo-- es que en los últimos tiempos he ido conociendo cada vez más casos de dificultades o falta de ganas para la socialización. No creo que haya un repunte de gente rara en mi entorno (aunque siempre ha habido un porcentaje alto), pero quizá sí mayor disposición a admitirlo, puede que por el efecto quitacomplejos que da la edad y/o el clima general de aceptación de la diversidad y las taritas que igual no existía hace años.

El colectivo de los socialmente desajustados es uno bien acostumbrado a excusarse, disculparse y hacer el ninja para defender su apariencia de normalidad, y a ser por ello terriblemente malinterpretado.

Origin story

Me he pasado buena parte de mi vida escuchando «qué raro eres». Me lo han dicho desde que recuerdo, familiares, amigos, compañeros de trabajo, parejas. Para ser sincero ya apenas pasa, pero fue una constante durante mucho tiempo. Cuando era pequeño, esa apreciación hecha sin mala intención me amargaba, no sabía por qué era diferente ni quería serlo. Pero sabía que algo me distinguía de los demás y que no era un superpoder sino todo lo contrario.

Me di cuenta pronto de que la gente que me rodeaba, tanto de mi edad como adultos, hacían con aparente facilidad cosas que para mí resultaban abrumadoras. Mantenían conversaciones espontáneas entre ellos, improvisaban, participaban en deportes de equipo y, a mis ojos, oscurísimos juegos sociales. Sabían cuándo decir «gracias», cuándo decir «por favor», intercambiaban cumplidos que para mí eran mentiras flagrantes y que no entendía a cuento de qué venían. Tenían un repertorio de comportamientos que a mis ojos era magia. Esto me hacía brutalmente reservado, claro. No entendía cómo funcionaban los demás y me aterraba la idea de interactuar con la mayoría de ellos.

Me encantaba jugar solo, dibujar y leer (una juerga de niño, vaya). Hablaba poco, muy poco. Nada con la gente que no perteneciese a mi entorno más inmediato, no sabía por dónde empezar una interacción con alguien desconocido. Ni lo concebía. Me aterraba la idea de no saber qué decir y hacer el ridículo, que me preguntasen algo y no saber responder, qué sé yo. Para los demás, mi acusada timidez parecía ser un rasgo más, como mi zurdera o mi inclinación hacia el dibujo, algo sin demasiada importancia. En cambio yo la veía como un muro de doce metros de alto con cristales rotos en lo alto.

Aunque esto quizá me hiciese una presa perfecta para el acoso escolar, lo cierto es que apenas lo sufrí, y tampoco me dejaron ser del todo asocial. Pasaba mucho tiempo solo, pero a los demás parecía gustarles estar conmigo y me acogían en sus pandillas, en las que yo nunca era muy activo y de las que jamás me sentía integrante sino una especie de observador de la ONU (ese sentimiento lo sigo teniendo con frecuencia), pero con las que era agradable estar.

La integración

Diría que durante la pubertad, cuando la socialización arrecia y uno empieza a ser un ser humano de verdad, se me hizo más obvia y molesta mi discapacidad para lo social, y cuando por primera vez decidí de forma consciente que tenía que cambiar mi manera de ser. Durante años, mi primer propósito de curso nuevo siempre consistió en alguna variación de «ser más normal». Tenía amigos y relaciones más o menos convencionales con ellos en situaciones controladas, pero era incapaz de lidiar con la improvisación o tomar la iniciativa en cualquier cosa. Me sentía permanentemente mal conmigo mismo ya que me veía único responsable de mis limitaciones. Estaba convencido de que era idiota o un cobarde, y dudaba que jamás fuese a ser capaz de tener una vida independiente y normal.

Con esfuerzo, con los años fui logrando integrarme en la tribu. Observaba cómo se comportaban mis compañeros y amigos, sus expresiones, sus coletillas, y los replicaba en mis interacciones. Un poco en plan doppleganger, aprendí a poner caras diferentes, a adoptar distintos tonos, a usar jerga y tacos, ¡a actuar! También aprendí a leer a los demás. Sufría —aún sufro— recaídas, pero poco a poco fui teniendo más éxito en formar parte de mi entorno, en aplicar contramedidas contra el abuso escolar (que como dije antes, por suerte apenas sufrí) e incluso llegué a ser razonablemente popular en el instituto. Descubrí el inestimable valor del sarcasmo y el melasudatodismo como mecanismos de defensa y me apliqué una capa tras otra de blindaje y distanciamiento emocional para ir por la vida con cierta seguridad. Aún así, seguía odiando mi forma de ser y de relacionarme con el mundo. Mi adolescencia fue, oh sorpresa, una mierda del tamaño de un planeta.

Después de entrar en la universidad mi normalización se fue acelerando, en buena parte gracias al alcohol, los porros, los juegos de rol e Internet. ¿Conociste IRC? Siempre me he expresado mejor  — a años-luz— con letras que con sonidos, y aquella plataforma de chat me permitió quizá por primera vez en mi vida tener conversaciones de cierta profundidad sobre sentimientos y emociones. Estar protegido detrás de una pantalla, de un teclado y de kilómetros de cableado suplía la función de la máscara que usaba en mis interacciones cotidianas y me dejaba mostrarme de forma más directa. O quizá me daba más tiempo para elaborar lo que quería decir. O tengo un extraño problema en las cuerdas vocales, a saber. Pero resulta paradójico que mi yo más aproximado al real (o a lo que yo mismo considero mi yo real, que el tema de nuestra autoimagen da para un artículo bien largo) empezase a mostrarse más abiertamente al mundo en forma de letras pintadas en una pantalla detrás de un pseudónimo y sin siquiera avatar.

El drama personal que tuvo lugar a mediados de mi veintena también aceleró mi apertura, por extraño que resulte.

Señor normal

Mi relación con la humanidad es hoy cualquier cosa menos frustrante, aunque siga teniendo algunas particularidades y etapas más antisociales. Me llevo regular con la charleta intrascendente, sufro manteniendo conversaciones espontáneas con desconocidos y necesito dosis generosas de soledad. Según el día y quien me rodee puedo estar horas socializando, pero llega siempre un momento en que eso me hace sentir agotado, física y mentalmente agotado, y necesito con cierta urgencia escapar. Odio las situaciones sociales formales (bodasbautizoscomuniones, reuniones de trabajo, eventos con la familia extendida), hay días en que me siento mucho más marciano y me cuesta coger el tranquillo a mis interlocutores por cercanos que sean. Algunas veces, ya por suerte con poca frecuencia, me abruma la idea de socializar y me rajo de planes. Pero aunque esto me limita levemente (por ejemplo, coger un Blablacar es mi idea del infierno) la realidad es que hace muchos años que nada de esto me quita el sueño. Tengo decenas de amigos cercanos, medios y de larga distancia, mi vida sentimental tiende más al exceso que al defecto y con mi familia nuclear tengo una relación fabulosa.

Eso sí, la visita a estos recuerdos me ha hecho darme cuenta de que he pasado buena parte de mi vida, desde que tengo uso de razón, peleando contra mí mismo, dedicando una cantidad salvaje de recursos a hacer por software cosas que a la mayoría os salen por hardware, ocultando mis dificultades en funciones que se consideran básicas, y peor, detestando una buena parte de mi personalidad. Y joder, agota. Podría haber dedicado todo ese esfuerzo a ganar un premio Nobel.

Hitler era muy hablador

Quizá una de las raíces del problema, no solo para gente con evidentes problemas para lidiar con los demás, sino para casos mucho más leves o temporales, sea nuestra idea de normalidad.

Sé que mis particularidades en cuanto a socialización en ocasiones me han hecho escaquearme de situaciones de mala manera, parecer frío, distante, borde o insensible sin querer, pero lo cierto es que también para muchos seres perfectamente sociables, establecer una conversación espontánea inesperada o enfrentarse a un evento con multitudes a veces pueden suponer un suplicio. Sin embargo, nuestros usos culturales asumen en el prójimo una permanente disposición para la charleta y la interacción, y lo contrario se toma como una muestra de debilidad u hostilidad. La apetencia por la soledad como un signo inequívoco de malestar.

Existen en nuestra cultura setenta y cinco mil fórmulas para iniciar conversaciones espontáneas pero nada aceptable para señalar «me alegro de encontrarme contigo pero no estoy para conversaciones» o «necesito irme a casa porque ya no puedo con más cháchara». La mayoría de las veces que uno necesita evitar o terminar un encuentro es haciendo como que no ha visto a la otra persona, poniendo excusas, fingiendo prisa; es decir, mintiendo para proteger una fachada de perfecta e inagotable sed de prójimo.

El mundo laboral ignora sistemáticamente que hay un buen número de personas para las que una reunión multitudinaria es el peor lugar posible donde expresar su talento, o que una oficina diáfana puede resultar una pesadilla (miento, en realidad se sabe perfectamente). La capacidad para la socialización se toma como algo por defecto y mostrar cualquier limitación en ese ámbito es tabú.

El momento en que doy con la solución a todo

No, no tengo ninguna clave, pero quizá sea buen inicio reflexionar sobre las innumerables máscaras que nos obligamos a llevar, la cantidad de cosas que sin necesidad nos forzamos a hacer por encajar en un supuesto modelo correcto de persona.

Tampoco vendría mal, para los que jamás habéis tenido problemas de este tipo, entender que existe un montón de gente ahí fuera con diversos grados de timidez, fobia social, introversión. Y que eso que a ti te parece inocuo o incluso un planazo, para otra persona puede ser una tortura.

Vaya remate pocho.