mekanoide

Odio la Navidad

No, no odio la Navidad. Nunca la he odiado, en realidad. Pero durante un buen tramo de mi vida he mantenido una postura de desprecio acorde con mi condición de descreído, contestatario y un poquito tocapelotas.

De niño, por supuesto, adoraba la Navidad, las luces, el árbol, los regalos, la magia, las vacaciones, los rituales extraños, ese estado de excepción generalizado que se prolongaba durante un mes. Me tiraba semanas esperando con ansia a que llegase el primer día de diciembre y mis padres nos dejasen decorar el árbol, poner el nacimiento.

Con el tiempo empecé a verle las costuras al asunto. El despilfarro delirante, el estrés de atender eventos sociales y familiares, la descomunal y permanente campaña de publicidad, la masificación, el azúcar, los villancicos instalados en lo más profundo del cerebro y los papanoeles ahorcados en los balcones de España, dejaron de tener gracia y me arruinaron la fiesta. Mi postura oficial se tornó antinavideña, aunque la vivía con la íntima ilusión por la cena familiar de Nochebuena (más desde que mis padres se fueron a vivir a 400km), las luces, el árbol, los regalos y Die Hard.

Por suerte, la disonancia se fue debilitando hasta que terminó de romperse durante una Nochevieja, en una cena con amigos. Ahí entendí el verdadero sentido de la Navidad, o al menos el que mejor se ajustaba a mis creencias, que es quizá también el significado más atávico de estas fiestas, previo a niños Jesuses y dioses Saturnos. La Navidad no va, pues, de celebrar cumpleaños de deidades, sino de juntarse con la tribu (familia u otros) para mitigar la tristeza del frío y la oscuridad, de saludar la vuelta de la luz en forma del alargamiento de los días. Es un sentido mucho más personal que funciona en cualquier sistema de creencias, aunque no demasiado bien más abajo de ciertas latitudes.