Remedios caseros para un trauma: 2021 Edition
El lunes 2 de agosto de 2021 se cumplieron veinte años del momento que más ha definido como soy hoy, que más me cambió como persona. Ya escribí un artículo parecido hace años, lo publiqué en Medium y lo perdí cuando decidí que Medium apestaba y cerré mi cuenta sin cerciorarme de que tuviese otra copia. El otro día, viendo Rocks in My Pockets, la peli de animación autobiográfica de Signe Baumane, recordé que había compartido por primera vez mi historia con la intención de que pudiese servir a quien hubiese pasado por algo parecido, además de sacar un montón de cosas que hasta entonces había tenido guardadas.
El suceso
Una mañana de verano de hace veinte años desperté en medio de lo que me parecía una bruma irreal, sin saber muy bien dónde estaba y qué me había llevado allí. Poco a poco reconocí mi entorno: el salpicadero del coche, que estaba mucho más cerca de lo que solía estar, mi propio cuerpo invadido por un dolor cada vez más intenso, trozos de cristal por todas partes, algo parecido a arenilla en mi boca (que resultó ser parte de mis propios dientes y muelas pulverizados), un amasijo de metal a unos metros frente al coche y, al fin, sentada a mi izquierda, a Belén, la persona con la que había tenido una relación durante casi cuatro años y con la que llevaba conviviendo desde hacía uno. Estaba más pálida que nunca y como dormida, pero sabía que no estaba dormida. Descubrí que mi brazo izquierdo estaba roto cuando lo alcé para acariciarla, la última vez que la vi y la toqué.
Aunque mi último recuerdo antes de eso era (sigue siéndolo) ir tranquilamente por una carretera secundaria pontevedresa escuchando el Fragile de Nine Inch Nails, parecía claro que habíamos tenido un accidente de circulación en el cual mi novia había muerto.
La reacción: expectativa vs. realidad
Antes del accidente estaba convencido de que yo jamás podría superar los dramones que veía que otra gente sufría y superaba, que ante situaciones tan jodidas me hundiría sin remedio y para siempre. Me sentía demasiado frágil e inseguro para enfrentarme a algo así. Pero aquel día hace veinte años, casi en el instante en que recuperé la conciencia, se apoderó de mí una especie de Omar 2 al que solo importaba sobrevivir y con el que durante un tiempo me sentí un pasajero de mi propia vida. Años más tarde aprendí que eso fue probablemente un episodio de despersonalización, un tipo de disociación frecuente en situaciones de trauma.
Lo primero que hice al despertar, y francamente asustado por el agudísimo dolor de espalda, fue mover mis extremidades para comprobar que no me había quedado parapléjico. Cuando los bomberos preguntaron por mi estado mientras intentaban sacarme del montón de chatarra a que había quedado reducido el coche, yo les respondí algo como «estoy bastante bien, se me han roto dientes y muelas, un brazo y creo que varias costillas. Me duele la columna muchísimo, pero puedo mover todas mis extremidades o sea que paralítico no estoy».
Nada más entender que Belén estaba muerta, empecé a tener pensamientos absolutamente fuera de lugar sobre los asuntos más mundanos: cosas de nuestra casa en común y el papeleo que generaría, de mi trabajo y la baja, de mi entorno social y hasta vida sentimental a partir de entonces. Algún rincón de mi cerebro permanecía ajeno al drama y seguía pensando que la vida seguía adelante.
Esta especie de piloto automático que me hacía sentir como si estuviese en un sueño me duró entre horas y semanas con diversos grados de intensidad, pero me hizo entender que una situación límite puede hacerte tirar por caminos que jamás hubieses pensado posibles.
El duelo se toma pausas
Durante los siguientes días, en sendos hospitales gallegos y luego en casa de mis padres en Madrid, seguí pasando por estados que según lo que había aprendido del cine y la literatura jamás tendrían que haberse dado. Siempre había imaginado la pérdida de un ser querido, y más una tan violenta y poco natural, como un festival de lágrimas, pompa, lluvia, violines y oscuridad. Una cosa muy triste y solemne que consumiría el 100% del tiempo y energías de los afectados. Pero sorpresa, una situación así puede estar plagada de momentos tontos, ridículos, agradables y tediosos.
Ridículo
Siempre he sido un tipo grande y denso, y en aquella época estaba en mi pico de masa corporal, cerca de los 110 kilos. Cuando al fin me sacaron del coche y trataron de proteger mi cuello antes de depositarme en la camilla, a los camilleros les resultó imposible abarcar mi cuello de jabalí con el collarín, y tras varios intentos me lo pusieron como medio del revés, lo que me hizo un daño espantoso que se prolongó durante las siguientes horas. Pese a que acababa de sufrir la desgracia más grave de mi vida, ese momento de confusión y de torpeza me resultó cómico, como estar en medio de una escena de Berlanga.
Arrebato
Poco después, antes de meterme en la ambulancia, de la que solo vi el techo, me tuvieron un tiempo fuera esperando sabe dios qué. Igual tampoco cabía en el vehículo y necesitaban hacer sitio. Siendo aquello Pontevedra pasó lo que tenía que pasar, que empezó a llover. Recuerdo las gotas cayendo sobre mi cara y yo, inmovilizado boca arriba en una camilla, lo único que podía hacer era cerrar los ojos, abrir la boca, sacar la lengua. Durante el tiempo que estuve ahí fuera, que ahora se me ocurre que pudieron ser unos segundos aunque se me hicieran horas, lo único que existía y que importaba en el mundo era el tacto de esas gotas frías impactando contra mi cara y deslizándose por mis mejillas.
Aburrimiento
Me tiré el primer día con su noche varado en una camilla en el pasillo de un hospital colapsado. Pasaban sanitarios, familias y enfermos a mi lado continuamente, aunque gracias a mi precario estado de salud y al maldito collarín yo no podía mirarles. El personal venía a hacerme cosas de vez en cuando, pero hasta que llegaron mis padres desde Madrid estuve horas allí tumbado, mirando un techo blanco con luces de hospital. A ratos el tedio y la incomodidad se hicieron más insoportables que el dolor físico y emocional.
Banalidad
Ese mismo día me quitaron la ropa para examinarme. Cuando intentaron bajarme los pantalones se encontraron con la circunstancia de ser yo un diplodocus, así que decidieron cortarlos con unas tijeras. Pese a que se habían roto un poco por la rodilla en el choque, seguían siendo mis pantalones favoritos y estuve a punto de gritar «no me corteis los pantalones, que solo tengo un rasguño en una rodilla!». Por un instante esos pantalones tuvieron más prioridad que mi salud o mi pérdida.
Risa
De ese hospital casi de campaña me llevaron a otro donde tenía mi propia cama, en una habitación que compartía con un gilipollas (no recuerdo por qué estaba allí pero sí que una de sus opciones de ocio consistía en dar LSD y speed a los cerdos y burros de una granja para reírse con sus amigos). Allí aparecieron mis amigos Carlos, Isabel y Marco. Creo que ninguno sabíamos cómo manejar aquello (Belén era también amiga suya, de hecho Carlos fue quien me la había presentado), así que pasamos rápido a los chistes, momento en que descubrí que reírte cuando un cinturón de seguridad te ha medio roto la caja torácica es infinitamente doloroso (aunque estornudar es aún peor).
WTF
El funeral de Belén tuvo lugar durante mi estancia en aquel hospital. No recuerdo quién me lo contó, pero por lo visto Pedro J. Ramírez, entonces director de El Mundo y jefe de ella, se había presentado en el cementerio en helicóptero. Es una tontería, pero ese detalle me pareció de un surrealismo maravilloso aún entonces.
Fascinación
Cuando volvimos a Madrid un par de días después, disfruté de la única vez que en un aeropuerto me han tratado como algo diferente a ganado. No podía caminar apenas, así que me sentaron en una silla de ruedas y me pasearon como a un rey aquí y allá. La gente me miraba y yo me sentía especial, en cierto modo privilegiado. Hay algo que nunca antes había admitido, pero es que me resultaba imposible no sentir cierta fascinación por todo lo que me estaba ocurriendo. Estaba experimentando cosas que jamás hubiese pensado vivir, presenciando en primera persona cómo funcionaba la maquinaria de rescate y cuidados de nuestra sociedad, y esto unido al estado de semidisociación en que me encontraba, me hacía sentir a ratos como rodando un documental.
Empatía
Un taxi nos dejó en casa de mis padres y pude caminar con toda la ayuda del mundo y a paso de nonagenario hasta el portal. Mi hermano Aitor nos recibió deshecho en lágrimas, y aquello me rompió. Y no tenía que ver con mi drama, sino con el hecho de ver a mi hermano pequeño así.
Amor
Durante los primeros meses que pasé en casa de mi familia, de la que me había emancipado un año antes, me hice a una nueva rutina. Dormía como nunca he dormido, pese al dolor. Más tarde descubrí que quizá el estar de codeína (también llamada metilmorfina) hasta las orejas tenía algo que ver.
Al poco de despertar, y durante al menos un mes, solía llegar el agujero de la desaparición de Belén y la nada se apoderaba de mí. No era pena, o al menos no una que hubiese sentido antes. Su ausencia se manifestaba como un dolor en el pecho tan intenso, una sensación física de vacío tan profunda, que parecía que mi cuerpo pudiese llegar a darse la vuelta como un calcetín. Me faltaba un trozo. Lloraba intensamente cuando el nudo me dejaba llorar (perdí 25 kilos en un mes y medio, en parte por mi desastre maxilo-dental, pero también porque tragar era una labor ardua incluso cuando estaba relajado). Aquel estado me duraba un rato, y a veces volvía cuando menos lo esperaba, pero una vez pasado, el resto del día era normal, o más que normal, incluso agradable. Jugaba al Starcraft, mi familia me cuidaba, tenía un flujo continuo de amigos que venían a verme, que me llevaban a sitios, que me hacían partidas de rol. Pocas veces me he sentido tan querido y arropado por tanta gente, así que pese a todo la recuerdo como una época bonita.
La ruptura
Pocos meses después del accidente yo ya tenía una vida más o menos decente. Seguía con un brazo escayolado (mi brazo bueno), y continuaba de baja laboral, pero por lo demás era funcional. Volví a salir por bares, volví a viajar, organicé incluso alguna fiesta, y en cinco o seis meses regresé a mi antigua casa. Muchos de mis amigos y conocidos me admitían estar admirados por lo rápido y bien que había pasado el duelo sin siquiera haber necesitado ir a terapia (aunque muchos de esos mismos amigos eran psicólogos, así que quizá más bien es que no pagué por la terapia) y más de una vez me preguntaron cómo lo había hecho.
Soy una persona absolutamente materialista en el sentido filosófico del término. No creo en dioses, ni en espíritus, ni en magia, destino, karma, un orden universal, ni nada más allá del caos, el vacío y la termodinámica. Esto, que desde niño me ha proporcionado buenas dosis de horror existencial, en aquella ocasión creo que me salvó la vida y la cordura.
Dos o tres días después de perder a Belén, durante el vuelo de Santiago a Madrid, cerré los ojos e imaginé una conversación mental con ella, una despedida. Le dije que había sido de las personas más importantes de mi vida, que la había querido (aún la quería) con locura, y que a su lado había crecido y me había inspirado, pero que ella ya no estaba ni volvería jamás y por tanto tenía que dejar de considerar su presencia, tenía que pensar en mí mismo y en el resto de mi vida. Había caído a un abismo del que tenía que salir. Esto te puede sonar terrible, especialmente si eres espiritual, pero para mí ella ya no era, ni sería nunca más, otra cosa que recuerdos almacenados en mi cerebro.
Belén murió a la vuelta de unas vacaciones, con una excedencia a la vista y un montón de proyectos ilusionantes después de un bache personal. Era optimista sobre su futuro y de repente, sin darse ni cuenta, todo terminó. En el momento de morir esos objetivos y esperanzas estaban ahí, eran suyos y reales y ya nunca se torcerían. Pensé mucho en el hecho de que yo me había despertado de aquel accidente de pura chiripa, bien podía no haberlo hecho al igual que ella. La vida de ambos podía haber terminado a la vez y no hubiese significado ninguna diferencia. Eso me puso en paz con la idea de la muerte, que me había atormentado desde muy niño.
La tradición judeocristianorromana nos habla de honrar a los muertos, continuar sus proyectos, resolver todos sus asuntos pendientes, vengarlos, llevarlos siempre con nosotros. La muerte solo es el fin cuando no se han dejado cabos sueltos (idea que tanto material ha dado al género de terror). Yo no pensaba así en absoluto por lo que, aunque me llevó meses curar el roto emocional que llevaba dentro, bien pronto tuve la seguridad de haber terminado una etapa. Otra vida, esta mi propia vida, en cierto modo también acabó en aquella carretera.
La ruptura se extendió a las circunstancias que habían rodeado al accidente. Tuve muy claro desde el principio que no podía dar vueltas a todos los elementos y decisiones que habían llevado a aquel desenlace, no podía evaluar todos los what ifs. Primero porque era imposible saber qué hubiese provocado cada pequeño cambio, ni siquiera a día de hoy sé por qué ocurrió el accidente. Pero segundo, y mucho más importante, porque era inútil. Mucho peor que inútil. Entrar en ese tipo de bucles de pensamiento me hubiese arrastrado a un pozo de conjeturas y remordimientos que no hubiesen cambiado en nada la realidad en la que me encontraba y que además me habrían dejado en un lugar mucho más oscuro. Me obligué a bloquear ese tipo de pensamientos. Cada vez que algo me llevaba a revisitar el accidente, me forzaba a pensar en el presente o futuro inmediato, en cosas tangibles y ciertas.
Me deshice de casi todas las posesiones de Belén y solo conservé un frasco de perfume, fotos guardadas en una caja y algunas de sus ideas para un juego de rol.
Algo que no me llena de orgullo es que también rompí con su familia. Ver a su madre, que lo estaba pasando tan mal como es posible pasarlo y que además se había tomado esto de una forma opuesta a la mía, me ahogaba. Cada vez que la veía me hablaba de detalles de la vida de su hija, de lo que ella hubiese querido y lo que estaría haciendo ahora. Esta necesidad de honrar su memoria, de tenerla siempre presente, era por supuesto algo a respetar y perfectamente entendible (era su hija!), pero a mí el contacto me hacía retroceder en mi camino fuera del túnel, me ponía en un lugar muy sombrío, así que no hice ningún esfuerzo por conservar la relación.
El duelo impostado
Esta recuperación supuestamente rápida tuvo una consecuencia que no me vi venir: la culpa. Aunque me sentía en paz con mis sentimientos y mi forma de ver el mundo, me preocupaba proyectar una imagen demasiado optimista o feliz. Tenía entonces la impresión de que esto sería inapropiado, que alguien podría llegar a interpretarlo como una falta de amor o humanidad. Así que, aunque con mis amigos más cercanos y familia nuclear estaba más bien normal, notaba que cambiaba a un tono más apesadumbrado cuando estaba frente a alguien más lejano. No era algo intencionado, me salía así. Lo más ridículo es que yo mismo también percibía el teatrillo en esa misma gente cuando se dirigían a mí. Todos exagerábamos una pena y una severidad que eran cualquier cosa menos sinceras, solo socialmente aceptables.
El cambio mental
La muerte de Belén y la cercanía de la mía propia no solo me impactaron en el ánimo. Mi misma forma de enfrentarme a la vida también dio un giro, este algo más permanente. Antes del suceso había sido una persona muy insegura (aunque tampoco nos flipemos, lo sigo siendo en cierta medida), algo tendente a la depresión, temerosa y muy dada a maquinar mundos paralelos, a frustrarme por todo lo que hubiese podido ser y asustarme por lo que podría llegar. Esto me paralizaba con frecuencia.
Cuando el accidente dio a mi vida un vuelco tan bestial e inesperado, de pronto buena parte de las rumiaciones que había ido acumulando durante años me resultaron ridículas. Muchas cábalas sobre el futuro, premoniciones y dudas que me habían atormentado de repente ya no tenían ningún valor. Me sentí estúpido por todo el tiempo y sufrimiento que había consumido en la nada absoluta, pensamientos estériles y dañinos. Esta vergüenza creo que hizo piña con mi esfuerzo consciente por no revisar el pasado y, casi sin darme cuenta, me hizo empezar a ver mi vida de otra manera, más pragmática, más empírica, con menos reflexiones solipsistas en torno a cosas sobre las que no tenía ningún control. Dejé de prestar atención a aquello que no tenía asideros con el mundo real y me centré en lo que tenía delante.
Pasé de estar dando vueltas una y otra vez, revisando y lamentando mis decisiones y cagadas del pasado a no hacerlo ya casi, y lo mismo ocurrió en mi relación con el futuro. Esto, que puede sonar algo nihilista y amoral, no era tan así. Por supuesto que reflexionaba sobre mis actos y me sentía mal cuando sentía que la había cagado, pero tenía tanto miedo a los pensamientos circulares, a perderme nuevamente en mundos ficticios que distorsionaban la realidad y conducían a la desesperación, con el agravante del enorme pozo negro que el accidente había abierto ante mí, que me acostumbré a extraer rápidamente enseñanzas que me sirviese para el futuro, tirar para adelante y olvidar. Creo que el Omar 2 práctico y resolutivo estaba dictando qué hacer con mi cerebro para protegerme de más trauma.
El patinaje
Un ejemplo de este cambio de actitud está en el patinaje.
Hacia los veintiocho años empecé a patinar con mis amigos y hermano. La actividad se me dio un poco mal al principio y medio bien un tiempo después. Llegué a saltar tramos de escaleras, patinar sobre una rueda, de espaldas, en cuclillas, por la carretera... Me caí mil veces y me hice heridas espantosas, pero me lo pasé como dios.
Cinco años antes, Belén me había propuesto que patinásemos. Ella lo había hecho de pequeña y quería retomarlo. Yo le contesté que ya era un poco viejo para empezar. Viejo, con veintitrés años. Lo que de verdad pasaba es que estaba seguro de que lo probaría y se me daría muy mal, me caería, me haría daño, haría el ridículo delante de un montón de gente. Pánico. No absoluto. La excusa de la edad fue seguramente la primera que me vino a la mente. Cuando cinco años más tarde empecé a patinar hice el ridículo? No lo sé, el ridículo seguramente esté más dentro que fuera.
La apertura
Soy una persona introvertida, a ratos bastante tímida. Pero antes del accidente lo era multiplicado por mil. Hasta entonces apenas había tenido conversaciones de verdad íntimas, no le había confesado mis miedos o debilidades a casi nadie (aquí el condicionamiento masculino creo que también jugó un buen papel). Tenía muchas amistades, pero en todas me mantenía como a cierta distancia. Todo era divertido e intenso pero mis mierdas me las guardaba bien dentro. Cuando volví a Madrid desde Galicia y mis amigos empezaron a asediar mi casa, me sentí de pronto mucho más abierto, y todavía más tras aficionarme a pasar largas horas en iRC (persona joven: iRC era una plataforma de chat que hace 20 años suponía un equivalente a Twitter + grupos de WhatsApp + Tinder + Yahoo Respuestas). Quizá antes había tenido miedo de mostrar lo flojo y vulnerable que en realidad era y después del accidente, al estar de verdad flojo, vulnerable y en la mierda, ya no necesitaba protegerme ni aparentar nada. Recuerdo conversaciones profundas e interminables con gente con la que antes había cruzado dos palabras. Aprendí sobre la vida de los demás, sobre la mía propia y me sentí más belonging que nunca antes en mi vida.
Con mi familia la apertura no fue tanta, pero sí pasé de considerar a la familia poco menos que un fastidio a sentirme verdaderamente afortunado por ser hijo de mis padres.
Nueva culpa
Mi nueva actitud y circuitería mental creo que me hicieron mejor persona, y desde luego me permitieron disfrutar mucho, muchísimo más de la vida a partir de entonces. Pero en nuestra cultura la idea de que tu vida vaya a mejor después de una desgracia, incluso como consecuencia de ella, computa mal. Si lo pensaba de forma racional, sabía que no tenía que sentirme mal, y de hecho me alegraba de haber conseguido salir bien parado de algo tan jodido. Pero resulta difícil desembarazarse de la cultura que has mamado desde la cuna, y esta cultura todavía tiene un poso bien espeso que da valor intrínseco al sufrimiento y sospecha del estar bien. Durante un tiempo, aun sin quitarme demasiado el sueño, el fantasma de la culpa estuvo ahí mirándome fijamente desde un rincón de mi cerebro, susurrándome «no deberías estar viviendo tan bien».
Las secuelas
Me llevó muchos años darme cuenta de que el duelo inicial solo fue una pequeña parte de mi proceso posterior al accidente. Ese cambio en mi forma de pensar que se quedó conmigo más o menos hasta hoy (tanto que me cuesta reconocerme en el Omar Pre-25) fue, en general positivo, pero también trajo consigo algunas consecuencias no tan deseables. Mi nueva aproximación vital basada en lo empírico y la impredictibilidad del mundo me hicieron pasar muchos años viviendo al día. No hacía planes a medio ni largo plazo porque para qué, si todo podía torcerse en cualquier momento. No tenía aspiraciones que no fuesen inmediatas ni era capaz de implicarme demasiado en nada.
Esto se hizo muy evidente durante una reunión de evaluación cuando curraba en publicidad. Mi jefa me preguntó dónde me veía en uno, cinco y diez años, y no supe qué responder a ninguna de las cuestiones. Solté lo primero que se me ocurrió, lo que parecía la evolución natural en mi carrera: ser director creativo en alguna agencia. Inmediatamente pensé que aquello no tenía ningún sentido. No quería dirigir un equipo y detestaba la publicidad. Solo estaba ahí de casualidad, porque sabía hacer el trabajo, me pagaban suficiente y estaba rodeado de amigos, pero no había dedicado un segundo a pensar en mi carrera ni futuro general.
Me pasaba lo mismo con el dinero. Nunca he vivido entrampado, pero era incapaz de ahorrar un céntimo. Todo lo que tenía lo gastaba, tuviese 500 o 5.000 euros.
Otra secuela curiosa es que me tiré quince años sin llorar ni una sola vez. Y yo había sido muy muy llorica.
El recuerdo
Mi recuerdo del accidente en sí y de Belén pasaron en poco tiempo a ser algo neutro que no me provocaba emociones intensas salvo en muy contadas ocasiones, y que han solido tener más que ver con la sorpresa.
Hace más de diez años estaba yo en una de mis primeras citas con Susana, la que sería mi relación más larga hasta hoy. Fuimos al Radar, un barecito minúsculo de la calle Amaniel que ponía música electrónica (muy habitualmente experimental y/o que no conocían ni en su casa, lo echo mucho de menos). Según abrimos la puerta del local me quedé congelado. Estaba sonando la voz de Belén, de cuando cantaba en un grupo de techno pop. Sé que no arruinó la velada, pero me llevó un rato recuperar la compostura.
Me han hundido un poco ciertas escenas inesperadas en películas, como el accidente de tráfico de Adaptation, pero son excepciones muy raras, lo normal es que lo recuerde como una experiencia más, despojada de todo drama. Suelo hablar poco del accidente y de esa época por las reacciones de azoramiento, cuando no directamente llantos, que suele causar en los demás. Como dije en la entrada, a veces pienso que debería hacerlo más a menudo porque las experiencias compartidas ayudan a sentirse arropado, menos solo, menos alienígena.